América

UN PUEBLO ERRABUNDO EN LA CIUDAD

 

Por: Sergio Ricardo Peñaranda Castro

Bogotá - 26/05/2009

La tarima de madera retumba con los pasos de ocho gitanas que con vestidos largos de colores rojo, azul y verde, los hombros destapados, y cinturones de monedas que resuenan con el movimiento de sus caderas, bailan al ritmo de la música de su pueblo legendario.

Son las siete de la noche del seis de marzo y el auditorio Teresa Cuervo Borda no sólo está repleto de música. También de más de 250 personas que aplauden a las bailarinas y a una orquesta de once músicos de no más de veinte años (dos violinistas, dos flautistas, dos acordeonistas, un teclista, un guitarrista y un bajista) apoyados por cuatro coristas mujeres. Ellos interpretan odas al aire y a los campos, y a su amor por la libertad… por esa vida nómada que caracteriza a los gitanos y que los ha traído a Colombia desde la época colonial. 

Dalila Gómez, una gitana de 35 años, cabello largo y negro, y de ojos pequeños pero mirada penetrante, encabeza la batalla por preservar su cultura. Ella pertenece al Proceso organizativo del pueblo Rom de Colombia (Prorom). Hoy lleva un vestido naranja adornado de flores, se ve algo nerviosa por el evento, y camina de lado a lado.

Afuera del auditorio Dalila regaña a un par de muchachos en rromanés, idioma de los gitanos, cercano al sánscrito de la India, país desde donde este pueblo se expandió por todo el mundo soñando libertad. En los tiempos de la conquista española pusieron sus pies en tierras latinoamericanas, y en la primera y segunda guerra mundial llegaron muchos más. Trajeron su música de panderetas y acordeones, el arte de leer las cartas y descifrar el futuro en la palma de la mano, y sus herramientas para hacer cacerolas, olletas y paelleras de aluminio, cobre y acero.

Pero las cosas han cambiado mucho. Las ciudades han crecido y la mayoría de gitanos han tenido que dejar su eterno peregrinaje. Antes de los 15 años Dalila recorría los municipios de Tolima, Cundinamarca, Córdoba y Antioquia, con sus padres Kolya y Alicia. Hoy vive en una casa de tres pisos en el barrio Bosque Popular. Aún así, practica un nomadismo mental, es decir, una forma de pensar sin ataduras.

Los ancianos son muy respetados. Representan la sabiduría.

Estudió Ingeniería Industrial, lo que es extraño en una cultura en la que sus miembros no  suelen entrar a la educación formal, y hace tiempo que no practica la actividad tradicional de las mujeres: la lectura de la Buenaventura o quiromancia. A los 13 años, edad promedio en la que las gitanas se casan, le propusieron matrimonio, pero lo rechazó. “Los gitanos somos rebeldes, pero yo soy una rebelde entre las rebeldes”, sentencia.

Dalila explica que este evento busca rescatar un poco la cultura de los gitanos y visibilizarlos ante los gadyè (no gitanos) y reivindicar los derechos que tienen como minoría. 

Las niñas desde pequeñas aprenden las danzas tradicionales.

Amé le Rom (Nosotros los gitanos), nombre del grupo musical que está tocando, interpreta el contradictorio sentimiento gitano de euforia y melancolía, que está presente en una misma canción. Los ritmos rápidos, de tonalidades agudas dadas por el violín y el acordeón recuerdan una polka rusa, e invitan a los pasos ágiles y a los movimientos de cadera acelerados de las bailarinas. Mientras que con los sonidos más graves, lentos, dados por el bajo y el rasgar de la guitarra evocan la tristeza de los gitanos.

En el aire resuena el estribillo en rromanés (con subtítulos en una pantalla detrás de la orquesta) de la canción Nosotros los gitanos y que resume esos sentimientos opuestos: “nos alegramos y reímos, y también nuestro corazón sufre desolación”.

Sólo las mujeres bailan. Los hombres tocan los instrumentos en la orquesta u observan desde el público. Tradicionalmente ellos se dedican al tratamiento de metales. Es el caso de Ricardo Gómez, más conocido por su nombre gitano Milane y  tío de Dalila, que tiene un taller llamado Yoska en la calle 66 con 18. Allí, en medio de un olor a azufre, este hombre de 65 años, nariz alargada y ojos rasgados, con la ayuda de sus hijos Troka y Boina, forja ollas y paelleras de cobre y aluminio.

En una mesa de Yosika hay candelabros, estatuitas y balanzas. Y en una pared del fondo hay un estante con una Biblia y una representación de la Última Cena en relieve. Ancestralmente los gitanos no tienen religión, pero hoy en día existen protestantes y católicos.  Aunque esto no los ata a nada, porque como dice Dalila, “la única religión del gitano es la libertad”.

 Milane trabaja arduamente en su taller.

Y esa es la única religión presente en las canciones que Amé le Rom canta en el auditorio. ¡Viajar por todos los confines lejos de mi tierra donde no haya guerras!, entonan las cuatro coristas con voces alegres en Se fue para el cielo, una canción rápida con aires de flamenco. Una de las mujeres que baila más animadamente las piezas es Lucero Lombana, una mujer de unos 33 años, cabello negro en corte de capul y de pómulos sobresalientes. Ella aún mantiene la tradición de la lectura de la Buenaventura.

Amor, dinero, salud, lo que todos queremos saber de nuestras vidas nos lo dice Lucero. “A usted le va a ir bien, va a tener el poder y el dinero que usted tanto quiere, ¿si me entiende?”, dice cuando las señales de la palma de su “cliente” se lo indican, y a cada frase que pronuncia la remata con un ¿si me entiende? Luego de la lectura pide algo de dinero. Según Dalila, a los gitanos no les importa mucho la plata, sino “sólo el medio para relacionarse con los  gadyè”.

En la última canción de Amé le Rom ninguna bailarina se hace presente. Sólo Tosa, un gitano de unos 40 años, calvo, de bigote en forma de candado, que canta con voz algo ronca: Tú a mí me enloqueciste, por tu gran cabellera, tus lindos ojos, tus lindos ojos. Sólo lo acompaña un suave sonido de pandereta. Al finalizar una ovación del público despide a la agrupación musical y varios de los asistentes se van tarareando alguna de las canciones de este pueblo legendario.

Fuente: Bogotajes

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