España

León perpetúa desde hace 20 años los dos únicos poblados marginales de la provincia, en los que hay 17 familias gitanas

«Ya no hacen viviendas sociales y eso se ha convertido en el principal problema de los gitanos en León»

Por: Marco Romero - león - 10/10/2010

«Estamos en lo último del Credo, y es una pena porque de ahí para allá no hay nada peor», espeta una vecina del asentamiento gitano de los Altos del Duero, uno de los dos únicos poblados de León donde se ha perpetuado el chabolismo. Este reducto y el de las Graveras, levantados en precario hace dos decenios por el Ayuntamiento para dar una solución temporal a familias realojadas tras la construcción de la Ronda Este y El Corte Inglés, salpican todavía hoy dos áreas de la capital en pleno desarrollo urbano sin que exista una solución a corto plazo. «El programa de intervención no está muy activo en este momento», confiesa la concejala de Bienestar Social, Teresa Gutiérrez. 17 familias subsisten en la cara más desfigurada de la ciudad, sin servicios y rodeados de chatarra, algo parecido a la imagen que Francia quiere borrar de su paisaje.

El desmantelamiento de poblados ilegales y la expulsión de rumanos ordenada por el gobierno de Nicolas Sarcozy ha colocado otra vez a la etnia gitana en primer plano, un sector poblacional que en la provincia leonesa aglutina a unas mil familias con más de 4.500 integrantes, según los datos «siempre provisionales» facilitados por el colectivo. «Nuestro mayor problema no es que haya chabolas, que ya casi no hay, sino que en los mismos pisos tenemos metido el chabolismo», denuncia el patriarca gitano, Adolfo Vargas Jiménez, en alusión al hacinamiento de familias que se está convirtiendo en una espiral sin retorno en barrios como La Sal o Armunia.

Marginados del río

Pero la urgencia está en los poblados marginales que se expanden por la ribera del Bernesga, a la altura de La Lastra, y en los Altos del Duero, frente al Hospital de León. El primer asentamiento, ubicado tras el Hispánico, fue promovido en 1988 con Diego Polo como alcalde. El protocolo firmado ese año pretendía realojar en viviendas dignas a las familias que vivían en chabolas de latas y cartón junto al río. Juan Morano retomó la idea en 1990 y pidió a la Junta diez «caracolas» del viejo Riaño, unas casas prefabricadas que realojaron provisionalmente a los vecinos de los pueblos anegados por el pantano.

Un año después, Isabel Carrasco firmaba como delegada de la Junta en León la cesión de las primeras viviendas «en precario y con carácter provisional». «Pues yo ya llevo 18 años en el barrio y bajé después que los primeros», explica uno de los vecinos de las Graveras. Unas «caracolas» tienen mejor cara que otras, dependiendo del cuidado que les ha ido dando cada familia, pero la imagen general es la de un lugar residual, con espacios anejos construidos con chatarra o piezas de vehículos.

El suelo está urbanizado a medias y hay farolas, un lujo si se compara con los Altos del Duero, donde el acceso es algo parecido a un camino de cabras y la única luz que tienen en la calle es la de la luna. Dos chavales recorren en bici la única calle que distribuye las viviendas enclavadas entre el río y el Hípico. Lo normal es que estén en el colegio, pero ya no es hora lectiva. No hay nadie más en la calle. Parece un barrio fantasma. Las cortinas se entreabren en las casas ante la presencia de desconocidos. Para ser recibido es mejor pedir permiso al hombre más longevo del poblado.

El Nano asiente con amabilidad y acompaña el recorrido por este asentamideno de no más de cien metros de largo. Como casi todos, su familia procede de las viviendas demolidas en la calle de Las Fuentes para construir una gran superficie comercial. «Si sé esto no me marcho de allí. A mí me engañaron», asevera este gitano de palabra fácil. «De aquí sólo han salido el Chulo, mi hijo y el Sansón». Tres familias realojadas en 20 años. «A mí me han ofrecido 22.000 euros para comprar una casa, pero ahora ya no sabemos si saldremos de aquí o no». Las señales que le envían desde Bienestar Social no son muy optimistas. «Hace poco que les llamé para preguntar si nos íbamos a quedar, más que nada por pintar la casa, y no me han respondido», sostiene el Nano. «Porque yo hoy tengo mejor la vivienda que cuando me la dieron».

Entorno infecto

«Aquí hay pulgas, garrapatas, ratas-¦ toda la fauna que quieras», describe una joven vecina de los Altos del Duero. Y bidones, hierros, abanicos, maderas, carros-¦ El entorno de este poblado roza lo infecto, sin contar que la enorme superficie de hierba seca que rodea las viviendas es un vulnerable foco de combustión. «Y ahora llega otro invierno y nos pilla con el barrio otra vez así», se lamenta una de las vecinas. Desde el Hospital se observa una estampa poco corriente en la periferia de León. Las siete viviendas prefabricadas enclavadas desde hace 18 años en este cerro de espectaculares vistas se ofrecieron también como solución pasajera a los vecinos de las casas expropiadas para la construcción de los accesos a la capital leonesa en el área de Navatejera.

«¿Para cuándo una vivienda digna? Es una mentira todo», asegura una residente. «En verano mi casa es una sauna, tanto que la leche se me corta nada más sacarla de la nevera». Casi todos los cabezas de familia viven de trabajos en crisis (escayolistas, albañiles, restauración-¦). Una minoría se dedica a la venta ambulante, actividad con la que les resulta muy difícil demostrar ingresos superiores a 1,5 salarios mínimos, cantidad que se exige para acceder a una vivienda protegida. «Ya no hacen viviendas sociales y eso se ha convertido en el principal problema de los gitanos en León», denuncia Ricardo Torres, activista del colectivo. Y es que los últimos realojos en viviendas sociales fueron los de Eras de Renueva y ya yan pasado seis años. «¿Dónde ha ido a parar todo el dinero que tenían destinado para realojar a familias, dónde están los fondos de los planes de realojo gitanos, ahora llamados de exclusión social?», se pregunta reiteradamente.

Unas farolas, una boca de riego para posibles incendios, una cabina telefónica, asfaltado hasta las casas-¦ y un buzón de Correos. Éstas son algunas de sus pobres reivindicaciones. «Para cualquier cosa tenemos que ir a llamar al Hospital; si esto se incendia no hay cómo pararlo, que ya nos ha pasado, y cuando llueve se convierte en un barrizal», cuenta Pilar, residente de este poblado desde hace 14 años. «Se lo hemos pedido muchísimas veces al Ayuntamiento», añade. Unos metros más arriba, una vecina invita a pasar al interior de las viviendas, cuidadas hasta donde el bolsillo lo permite. «Las condiciones en las que vivimos son infrahumanas», evidencia uno de los vecinos. «Pero no podemos decir que vivimos mal porque si no enseguida se nos meten los de menores».

¿Por qué?

«Son familias normalizadas, que no necesitan una vivienda intermedia. ¿Por qué esta gente no tiene derecho a una vivienda digna?», cuestiona Ricardo Torres como portavoz de «estos ciudadanos, no individuos», matiza. Habla de pisos sociales como los que construyó hace 27 años la Junta de Castilla y León en sectores urbanos de Armunia y Michaisa. En su tiempo, 70 familias gitanas ocuparon alguno de estos inmuebles. «Vete ahora allí», advierte Torres. Se refiere al notable hacinamiento que se produce en la mayoría de las viviendas, que en algunos casos albergan tres y hasta cuatro generaciones de un mismo clan. «En León, cada empadronado toca a diez pisos, pero resulta que mis hijos no pueden tener uno», manifiesta Adolfo Vargas Jiménez, a sus 59 años convertido en patriarca de los gitanos de León tras la muerte del Tío Caquicho (el respetado José García Borja).

 Esta figura sigue siendo clave para resolver conflictos entre grupos de la etnia y para mediar en otros con los payos. Antes de obtener el relevo, los gitanos mayores se reúnen en cónclave para decidir su nombre, que ha de ser intachable. Adolfo reside en las viviendas de La Sal y admite que, salvo casos puntuales, la convivencia entre unos y otros «es la adecuada». Lo deja en que «siempre hay alguna llamada». Pero su principal preocupación es dar salida a la cantidad de nuevos matrimonios que viven con sus padres en este barrio porque, según él, «nadie quiere facilitarles viviendas».

En el fondo habla de discriminación «Es algo muy común», afirma, por su parte, Ricardo Torres. «Yo llamo para alquilar un piso y se molestan en contarme de todo para que vaya a verlo. Me cito y, como yo no tengo aspecto de gitano, quedo para firmar el contrato, pero cuando ven el apellido Jiménez-¦ Empiezan que si hay un amigo de su familia interesado, que si ya lo tienen apalabrado-¦».

Pero, con diferencia, es en la búsqueda de empleo donde de manera más severa los gitanos se sienten marginados. Según el estudio El empleo en la población gitana de Castilla y León, elaborado por el Secretariado Gitano a través del programa Acceder, más de la mitad de los encuestados, el 52,2%, se han sentido discriminados alguna vez; bien al buscar trabajo, donde trabajan o donde estudiaron o estudian. Y de éstos, el 81% sintieron que eran marginados cuando estaban buscando trabajo. De hecho, uno de cada cuatro manifestó de forma espontánea, como causa de su situación de desempleo, el hecho de ser gitano. El arrinconamiento afectaría, según este mismo informe, más intensamente a los hombres. ¿Y la discriminación al revés? «También existe», se defiende Torres. «Pero el payo practica el racismo de la ignorancia». «Ahora, yo te soy sincero -"matiza-", si tú me preguntas si tengo una hija para casar, que sea un gitano...; nuestras leyes chocan totalmente con las vuestras».

600 años juntos

Sin embargo, llevamos más de cinco siglos de convivencia, según los documentos recabados por el investigador Alejandro Valderas. Uno de ellos aseguraría la presencia de los primeros gitanos en torno al año 1400 en el desaparecido hospital de Puente Villarente, hoy restaurado como negocio particular. Llegaron como peregrinos y se les describe como un singular grupo humano, alegre, con vestimenta muy peculiar, siempre tocando algún instrumento de música y de oficio calderero. En este contexto histórico cabe recordar la pragmática promulgada en 1499 por los Reyes Católicos en contra de los gitanos que tanto recuerda a la expulsión masiva de rumanos que hoy se vive en Francia.

Partiendo de que el chabolismo y la pobreza absoluta es un problema residual en León entre la población gitana, la mayor parte de las familias viven de la venta ambulante. Es un perfil. «El gitano de Madrid nos lleva diez años, pero el de Andalucía, 20». La adaptación de etnias es un hecho en estos territorios, razón que, según subrayan desde el colectivo, permite un desarrollo personal y profesional sin límites. No como en León, donde la población gitana tiene la convicción de que el alcalde y sus socios de Gobierno han querido aniquilar el negocio de la venta ambulante, trasladando el rastro al entorno del estadio de fútbol. Más del 50% de los puestos que había en Papalaguinda han desaparecido y ahora abundan los artículos de vendedores subsaharianos, que no tienen problema alguno en encontrar sitio. «Ha llegado a haber 200 puestos en el rastro y, que yo recuerde, jamás, ni un solo día, había quedado un puesto libre en el mercado. Vete ahora», invita uno de los pocos ambulantes de zapatos que acude semanalmente al rastro.

480 grupos familiares.

El perfil del ambulante se reproduce prácticamente en toda la provincia. A esta labor se dedica la mayor parte de la población gitana, sobre todo el entorno rural. De las alrededor de mil familias establecidas en la provincia, el último censo de la etnia sitúa 480 grupos familiares en León, entre doce y 14 en La Virgen del Camino, 30 en Valderas, una veintena en Valencia de Don Juan, 30 más en Mansilla de las Mulas, cinco en Cistierna, 180 en Ponferrada, 30 en Astorga, 15 en San Andrés del Rabanedo, 30 en Cacabelos y 20 núcleos familiares más en Villadangos del Páramo y otros puntos de la provincia.

La mayoría son evangelistas. Los católicos están adheridos a la Fundación Secretariado Gitano, «pero ya es hora de que los payos dejen de dirigir los destinos del mundo gitano», se queja Ricardo Torres. «Queremos que en el futuro eso esté en nuestras manos». Al margen del mundo gitano se encuentran los mercheros, que no se consideran, recíprocamente, grupos comunes. Y ni hablar de los quinquis. A pesar de que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua los define como «personas que pertenecen a cierto grupo social marginado de la sociedad por su forma de vida», entre los gitanos de hoy, según su testimonio, ya no se estila el término.

En Valencia de Don Juan recibe uno de los hijos del tío Juan Antonio, el gitano de mayor edad en estos pueblos. Aquí también es de ley hablar con el mayor, pero no se encuentra en el pueblo y responden a la entrevista sus descendientes directos. Tienen una vistosa vivienda en propiedad, «que hemos conseguido con mucho esfuerzo», subrayan. Regresaron hace cinco años de Galicia, donde han trabajado en los mercados vendiendo bisutería, ella, y calzado, él. Ella es Dolores Jiménez. Tiene la casa inmaculada. «Somos cristianos», advierte Antonio, el cabeza de familia.

En prole

Por eso no entienden las actitudes racistas y xenófobas que, en su opinión, se están desarrollando en países como Francia. «Todos somos iguales y si alguien transgrede las leyes son precisamente ellos», asevera Antonio. Un gran plasma con la telenovela sintonizada preside un gran salón de estar, en el que entra el olor de una higuera. Esta familia se traslada cinco días a la semana hasta Valderas para acudir a la celebración religiosa, donde se juntan más de 70 fieles.

En Mansilla de las Mulas, el rito se oficia en un céntrico local, que Amable Borja prepara concienzudamente antes de que llegue el pastor. Tiene 70 años de edad y no alcanza a recordar cuánta familia tiene. «En prole somos bastantes», advierte. «Eso sí, no somos un clan. Hay clan cuando hay tribu y aquí no hay tribu», bromea este padre de diez hijos y abuelo de más de 60 nietos. Asegura que todos ellos están «integrados en la vida social» y que no tiene queja de sus vecinos ni sus vecinos de él. Sí expresa un enorme rechazo a todo eso que ve en televisión sobre lo que ocurre con los asentamientos ilegales de rumanos en Francia. «Eso está muy mal. Cuando huyen de su país es que lo pasan mal. No son perros, sino humanos y hay que tratarlos como tal. Lo otro es una injusticia».

Fuente: Diario de León

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